El poder de la escritura como puente entre el dolor y la sanación.

Entre el silencio y la palabra, descubrí que escribir lo que no podía decir era tanto un acto de vulnerabilidad como de sanación, revelando que incluso quienes guían también necesitan ser guiados.1

Siempre me ha resultado paradójico que, como psicóloga, haya veces en las que me cueste tanto encontrar las palabras para expresar lo que siento. Es un recordatorio constante de que, aunque poseamos las herramientas, todos tenemos nuestros propios bloqueos. Durante mi proceso terapéutico, hubo momentos en los que el silencio se volvió insoportable, momentos en los que sabía que tenía que hablar pero no podía. Las palabras se quedaban atrapadas en algún lugar profundo, y las emociones parecían demasiado grandes para ser contenidas en una simple frase.

En esos momentos, fue cuando decidí, junto con mi terapeuta, integrar mi escritura en el proceso terapéutico. Era curioso, porque yo ya escribía. La escritura siempre había sido un lugar seguro para mí, un acto íntimo de desahogo, pero nunca lo había considerado como una herramienta terapéutica en sí misma. No de la forma en la que ahora lo estaba haciendo. Al principio, no estaba segura de cómo funcionaría. ¿Realmente un cuento o un poema podrían capturar la complejidad de lo que sentía? ¿Era posible que algo tan familiar y personal se convirtiera en una clave para desbloquear emociones que no podía abordar verbalmente?

Entre el silencio y la palabra, descubrí que escribir lo que no podía decir era tanto un acto de vulnerabilidad como de sanación, revelando que incluso quienes guían también necesitan ser guiados.

Siempre me ha resultado paradójico que, como psicóloga, haya veces en las que me cueste tanto encontrar las palabras para expresar lo que siento. Es un recordatorio constante de que, aunque poseamos las herramientas, todos tenemos nuestros propios bloqueos. Durante mi proceso terapéutico, hubo momentos en los que el silencio se volvió insoportable, momentos en los que sabía que tenía que hablar pero no podía. Las palabras se quedaban atrapadas en algún lugar profundo, y las emociones parecían demasiado grandes para ser contenidas en una simple frase.

En esos momentos, fue cuando decidí, junto con mi terapeuta, integrar mi escritura en el proceso terapéutico. Era curioso, porque yo ya escribía. La escritura siempre había sido un lugar seguro para mí, un acto íntimo de desahogo, pero nunca lo había considerado como una herramienta terapéutica en sí misma. No de la forma en la que ahora lo estaba haciendo. Al principio, no estaba segura de cómo funcionaría. ¿Realmente un cuento o un poema podrían capturar la complejidad de lo que sentía? ¿Era posible que algo tan familiar y personal se convirtiera en una clave para desbloquear emociones que no podía abordar verbalmente?

Comencé a escribir sobre lo que no podía decir. Mis primeros escritos eran torpes, más confusos que clarificadores. Un poema que surgió en ese tiempo hablaba de un vacío, de un eco que no encontraba respuesta. No era un poema elaborado ni demasiado profundo, pero reflejaba exactamente lo que estaba experimentando en la terapia: la sensación de que lo que intentaba expresar nunca llegaba a materializarse de la manera correcta. Compartí ese poema con mi terapeuta, y fue un punto de inflexión. Él me ayudó a ver que la escritura no tenía que ser perfecta ni completa. Era una puerta abierta a una parte de mí que aún no había encontrado la manera de articularse.

A medida que avanzaba, empecé a usar la escritura no solo como una forma de expresión, sino como un proceso de significación. Algunas veces, me sorprendía releyendo mis textos, como si mi mano hubiera escrito algo que mi mente aún no había procesado completamente. Escribir me permitía organizar mis pensamientos, darle sentido a lo que sentía, y resignificar experiencias pasadas que, en su momento, parecían caóticas o sin resolución.

Desde mi rol como psicóloga, esta experiencia me hizo reevaluar el valor de la escritura como herramienta terapéutica. A menudo, la expresión verbal directa se convierte en la única vía válida en la terapia, pero mi propio proceso me mostró que hay otras formas de expresión igual de valiosas. Al incorporar la escritura en mi terapia, entendí cómo el arte de narrar, de externalizar a través de palabras escritas, puede ser un vehículo para resignificar las vivencias personales.

La vulnerabilidad de plasmar en papel lo que no podía decir en voz alta fue también un acto de autocompasión. En esos relatos y poemas, me permití ser humana, imperfecta, herida, pero también en proceso de sanación. Y como psicóloga, ese aprendizaje me permitió acercarme a mis pacientes desde un lugar más genuino, sabiendo que cada uno tiene su propio lenguaje, su propia forma de conectar con el dolor y, eventualmente, resignificarlo.

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